El fotógrafo asociado Martín Zurutuza expone su obra sala Amárica de Vitoria-Gasteiz hasta el 9 de julio.
El título de esta exposición es y también no es lo que sugiere. Más allá de la coincidencia homónima y de esta cita pescada con fortuna, el título de la exposición no parece tener más vínculos con la célebre obra del premio nobel egipcio. Hace referencia al callejón de pabellones industriales donde, desde hace más de veinte años, tiene su estudio Martín J. Díez Zurutuza; uno de tantos lugares urbanizados, en la segunda mitad del siglo XX, bajo el impulso desarrollista conocido como el milagro económico español.
Recientemente, cuatro de sus locales se reconvirtieron en centros de culto para comunidades de distintas etnias que profesaban la fe evangelista. El autor sitúa su cámara, por lo tanto, en una isla o pausa de cemento y religión; embutida entre viviendas de un barrio obrero de Vitoria. Un espacio heterogéneo que Michel Foucault no hubiera dudado en calificarlo como heterotopía.
Las obras que componen esta serie también son y no son lo que parecen. A simple vista podríamos pensar que nos encontramos ante fotografías de viaje, ligadas a la vía documental, pero –como he explicado– el autor las ha realizado en su entorno más cercano. Las personas fotografiadas son sus nuevos vecinos. Sin embargo, estoy convencido de que el autor ha recorrido un intenso trayecto durante este trabajo. Toma como punto de partida la curiosidad por captar la diferencia cultural, un lugar muy alejado de la introspección. Pasa por girar la cámara 180 grados y fotografiarse a sí mismo. Se adentra en su pasado para rescatar la foto de su primera comunión. Y acaba colocando, en el mismo escenario donde han posado sus modelos, una suerte de barricada con sus libros sobre fotografía –la última obra de la serie– .
Este viaje personal desde lo externo hacia lo interno, paradójicamente, se proyecta en un sentido inverso en las obras. La luz parece emanar del propio modelo para proyectarse al exterior. Incluso en las fotografías realizadas fuera del estudio, que tienen como fondo el callejón y que están tomadas los domingos –día de culto– al mediodía, el autor captura la imagen oscureciendo ostensiblemente el entorno, para lograr este efecto. Y aquí entramos en la mística. La luz, como en el barroco, se convierte en la verdadera protagonista de la obra.
Al igual que en los cuadros de Zurbarán, los pliegues de las vestimentas y otras luces detalladas del modelo, son los encargados de elevar el concepto de retrato a una escala espiritual más trascendente, que lo hace inmenso y sobrecogedor. La dialéctica entre la luz artificial y la luz divina, dice el autor. No hay trampa ni cartón en la obra de Zurutuza. No hay atrezzo, los modelos visten así para sus liturgias. No hay poses predefinidas ni voluntad fervorosa. Ni siquiera –diría yo– hay una idea de retrato, sino más bien de objeto. Hay una técnica exquisita y una dedicación obstinada por los pequeños detalles que magnifican el conjunto. Hay una mirada sincera y delicada. Porque como dice Kiko Veneno: estoy hablando del respeto.
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